martes, 5 de abril de 2011

Había ardor por doquier.

La ira me inundó como un fuerte calambre después de un golpe duro. Esto ya era demasiado, no estaba jugando limpio. Mis brazos estaban alrededor de su cuello, así que cogí dos puñados de pelo, ignorando el dolor lacerante de mi mano derecha y luché por soltarme, intentando apartar mi rostro del suyo. Y él me malinterpretó. Era demasiado fuerte para darse cuenta de que mis manos querían causarle daño, de que intentaba arrancarle el pelo desde la raíz. En vez de ira, creyó percibir pasión. Pensó que al fin le correspondía. Con un jadeo salvaje, volvió su boca contra la mía, con los dedos clavados frenéticamente en la piel de mi cintura. El ramalazo de ira desequilibró mi capacidad de autocontrol; su respuesta extática, inesperada, me sobrepasó por completo. Si sólo hubiera sido cuestión de orgullo habría sido capaz de resistirme, pero la profunda vulnerabilidad de su repentina alegría rompió mi determinación, me desarmó. Mi mente se desconectó de mi cuerpo y le devolví el beso. Contra toda razón, mis labios se movieron con los suyos de un modo extraño, confuso, como jamás se habían movido antes, porque no tenía que ser cuidadosa con él y desde luego, él no lo estaba siendo conmigo. Mis dedos se afianzaron en su pelo, pero ahora para acercarlo a mi. Lo sentía por todas partes. La luz incisiva del sol había vuelto mis párpados rojos, y el calor iba bien con el calor. Había ardor por doquier. No podía ver ni sentir nada que no fuera él.

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